mientras te esperaba
En diez minutos escasos. Nunca tanta gente desconocida me ha dirigido la palabra en la calle en tan poco tiempo. Primero, una señora de poco más de cincuenta.
--¡Qué preciosa música árabe! He oído mucha música árabe, pero nunca tan bien tocada como ésta.
--Sí…
A veinte metros había un grupo numeroso de transeúntes haciendo corro junto a una pequeña banda. Yo ni me había dado cuenta. Escuché. La música no era árabe. Era rusa, y de lo más conocida. La señora permanecía a mi lado. Quizá fueron sólo treinta segundos, pero se me hicieron eternos, porque no sabía qué decir. Ella quizá tampoco. Volvió a hablar:
--¡Qué bien que en la calle se puedan oír estas cosas!
--Sí, ¡qué bien!
--¡Qué preciosa música árabe! He oído mucha música árabe, pero nunca tan bien tocada como ésta.
--Sí…
A veinte metros había un grupo numeroso de transeúntes haciendo corro junto a una pequeña banda. Yo ni me había dado cuenta. Escuché. La música no era árabe. Era rusa, y de lo más conocida. La señora permanecía a mi lado. Quizá fueron sólo treinta segundos, pero se me hicieron eternos, porque no sabía qué decir. Ella quizá tampoco. Volvió a hablar:
--¡Qué bien que en la calle se puedan oír estas cosas!
--Sí, ¡qué bien!
Otro largo silencio.
--¿No le habré molestado?
--¡No, por Dios!
Me ofreció su mano izquierda y se la estreché.
--Maricarmen.
--Julio.
--Adiós.
--Adiós.
Sólo tuve un instante para reflexionar sobre este encuentro. “Se sentirá sola”, me dije. Al momento, una pareja de ancianos muy ancianos se dirigió hacia mí:
--Buenas tardes.
--Buenas tardes.
--Por favor, ¿la Gran Vía?
--Hacia allí.
--¿Y Arenal?
--Tuercen a la izquierda y la primera calle que se encuentren.
Pero yo, a la vez que decía “izquierda”, señalaba a la derecha.
--¿A la derecha o a la izquierda?
--Perdón, perdón. Soy de esos que cuando dicen “izquierda” señalan a la derecha, y al revés. Es a la derecha. Arenal está a la derecha.
--¿Y el osito?
--¿El osito? ¡Ah, el osito! Aquí al lado, en Sol. A treinta metros, pero no sé si a la izquierda o a la derecha.
--Es que, luego, hemos quedado en el osito.
Y se despidieron. Eran amables y encantadores. Ya para entonces empezaba a preguntarme si Madrid había sido siempre así y yo no me había dado cuenta. En ésas, vino hacia mí un joven, digamos que alternativo, y me pidió fuego. Tenía las manos muy sucias y, mientras yo intentaba encender el mechero, las cerraba sobre la mía. Reconozco que, estén las manos limpias o sucias, eso es algo que me desagrada mucho. Opté por darle el mechero y que él se las arreglara. Salió al fin la llama y encendió su cigarrillo. Me dio las gracias y se fue. Empezaba a reprocharme mi falta de caridad, cuando apareció una monja, que, naturalmente, se dirigió hacia mí. Era muy anciana también y entrañable.
--Por favor, joven, ¿la calle de la Montera?
Esta vez, me paré a pensar un momento para no equivocarme con mi izquierda y mi derecha.
--Tuerce allí a la izquierda y, luego, la segunda, también a la izquierda.
¡La calle de la Montera! Seguro que esa monja tenía que rescatar un alma en la calle de la Montera...
Después, llegaste tú.
--¿No le habré molestado?
--¡No, por Dios!
Me ofreció su mano izquierda y se la estreché.
--Maricarmen.
--Julio.
--Adiós.
--Adiós.
Sólo tuve un instante para reflexionar sobre este encuentro. “Se sentirá sola”, me dije. Al momento, una pareja de ancianos muy ancianos se dirigió hacia mí:
--Buenas tardes.
--Buenas tardes.
--Por favor, ¿la Gran Vía?
--Hacia allí.
--¿Y Arenal?
--Tuercen a la izquierda y la primera calle que se encuentren.
Pero yo, a la vez que decía “izquierda”, señalaba a la derecha.
--¿A la derecha o a la izquierda?
--Perdón, perdón. Soy de esos que cuando dicen “izquierda” señalan a la derecha, y al revés. Es a la derecha. Arenal está a la derecha.
--¿Y el osito?
--¿El osito? ¡Ah, el osito! Aquí al lado, en Sol. A treinta metros, pero no sé si a la izquierda o a la derecha.
--Es que, luego, hemos quedado en el osito.
Y se despidieron. Eran amables y encantadores. Ya para entonces empezaba a preguntarme si Madrid había sido siempre así y yo no me había dado cuenta. En ésas, vino hacia mí un joven, digamos que alternativo, y me pidió fuego. Tenía las manos muy sucias y, mientras yo intentaba encender el mechero, las cerraba sobre la mía. Reconozco que, estén las manos limpias o sucias, eso es algo que me desagrada mucho. Opté por darle el mechero y que él se las arreglara. Salió al fin la llama y encendió su cigarrillo. Me dio las gracias y se fue. Empezaba a reprocharme mi falta de caridad, cuando apareció una monja, que, naturalmente, se dirigió hacia mí. Era muy anciana también y entrañable.
--Por favor, joven, ¿la calle de la Montera?
Esta vez, me paré a pensar un momento para no equivocarme con mi izquierda y mi derecha.
--Tuerce allí a la izquierda y, luego, la segunda, también a la izquierda.
¡La calle de la Montera! Seguro que esa monja tenía que rescatar un alma en la calle de la Montera...
Después, llegaste tú.
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