lo imposible
Todos
los géneros (y empleo la palabra en un sentido muy amplio, que va mucho más
allá de lo literario) son traducibles. En unos, se pierde más; en otros, menos,
e incluso prácticamente nada. Todos los géneros son traducibles, menos uno, en
el que el resultado, por espléndido que sea, deja de pertenecer a ese género.
Los prospectos y las instrucciones de uso serían los géneros en los que la
traducción es muy difícil que no sea fiel. En los escritos puramente
tecnológicos, si el traductor está bien formado, es también muy difícil que su
texto varíe en lo esencial del texto de partida. Con la literatura científica
hay que llevar más cuidado, pero, lo mismo: si el traductor conoce un poco las
reglas del lenguaje específico que está traduciendo, el lector no echará de
menos leer ese texto en el idioma en que fue escrito. En el cuento, la novela y
el teatro en prosa, el lector, sean cuales fueren las cualidades del traductor,
tendría que recriminarse no saber lo suficiente del idioma en que esos textos
han sido escritos para poder disfrutarlos sin intermediarios (un inciso: muchos
buenos lectores de, digamos, novelas traducidas del inglés, podrían, utilizando
el tiempo que dedican durante dos o tres años a la lectura de varias obras de
setecientas o mil páginas, aprender lo suficiente de ese idioma para leerlo directamente). Pero, por intraducible que sea el estilo del autor, y muy
personales sus características, una novela se puede traducir con garantías, y
el lector puede estar seguro de que no se ha perdido demasiado del original.
Una novela traducida sigue siendo una novela. Aunque a algunos les pueda
resultar paradójico, la historia, cuando está escrita por un verdadero
historiador y no por un ordenador de datos, pierde más que la novela a la hora
de ser traducida. En la novela, hay algo que pertenece a la épica, pero en la
historia, no hay algo, sino mucho. Y la épica tiene una piel que se deja
traducir dócilmente, pero un corazón que consiente con muchas dificultades.
Sólo el Tolstoi de Guerra y paz y el
Dickens de Historia de dos ciudades,
y otros pocos más, pueden emocionar cuando tratan asuntos de historia como lo
hacen Tucídides, Tácito o Victor Davis Hanson (para no jugar con la ventaja que
ofrecen los clásicos), y, a mayor grado de emoción, mayores dificultades y más
probabilidades de fracaso para el traductor. Seguimos avanzando por esta escala
y nos encontramos con la filosofía. Seguramente, no es lo mismo traducir a
Aristóteles que a Platón; a Hegel que a Kierkegaard. En la filosofía, el lenguaje
es concreto cuando se quiere y esquivo e intraducible, si no damos excesivos
rodeos, cuando no queremos decir la cosa sino nuestra aproximación a ella. Y en
la filosofía, además, sobre todo si vamos a los presocráticos o a alguien como
Heidegger, que querría haberlo sido, hay un mundo de metáforas que sólo
funcionan naturalmente dentro del lenguaje en que fueron concebidas. Este paso
nos llevaría también a cierto tipo de ensayo que concede una gran importancia a
la reflexión sobre las etimologías o sobre los significados adheridos al
significado primero de las palabras. Hasta aquí los géneros que se pueden
traducir con más o menos garantías. Hemos visto, en cualquier caso, que, en
algunos de ellos, hay elementos que se resistirán siempre, por mucha pericia que
tenga el traductor.
La
poesía es, quizá, el menos artificial de los géneros literarios (entendiendo
por artificial el alejamiento del léxico y de la sintaxis del habla común). La Epístola a Arias Montano se lee, cuatro
siglos y medio después, con menos dificultad que la Guía de pecadores, y los poemas de Fray Luis de León (un arriesgado
y espléndido traductor también) más fácilmente que su prosa (por mucho que
constituya siempre una delicia sumergirse en ella). Esto debería ser una
ventaja a la hora de traducirla. También debería serlo su estructura aparente,
su fachada, que se puede imitar, con más o menos trabajo, cuando se la quiere
pasar de una lengua a otra. La acentuación de los versos, las rimas, las
estrofas: repetir todo eso en la lengua de llegada, incluso conservando el
sentido, es algo al alcance de cualquier traductor familiarizado con la cara
visible de la poesía. Es una tarea que pertenece más a la vista que al oído,
aunque éste ayude a que el resultado final se pueda leer con algún agrado. Y
las metáforas y las demás figuras, y los símbolos, se pueden conservar casi
siempre en su integridad o con mínimas variaciones aceptables. E incluso se
pueden imitar en la traducción las aliteraciones (aunque ahí comencemos a
adentrarnos en el terreno de lo imposible). ¿Por qué, entonces, la poesía es el
único género que deja de serlo, que pierde su alma, cuando pasa a otro idioma?
¿Por qué existe ese abismo entre la poesía y la poesía traducida, y no, por
ejemplo, entre la novela y la novela traducida? Para mí, hay una razón que
puede explicarlo y otra que, sin duda, lo explica. Puede explicarlo el hecho de
que todas esas cosas que hemos citado (lenguaje natural, estructura métrica,
metáforas y demás) conviven en equilibrio inestable; se necesitan entre ellas y
el poema las necesita en el lugar y en el tiempo precisos; sólo tienen sentido
ahí, y cualquier desplazamiento o ausencia de una de ellas provoca que el
edificio se venga abajo. Ésta es, digamos, la razón, la explicación clásica de
por qué es imposible traducir poesía sin que ésta se nos muera por el camino.
Pero, como decía, hay otra que, para mí, lo explica mejor: la poesía no viene o
no viene solamente de todas esas cosas (lenguaje natural, estructura métrica,
metáforas y demás) ni de la lograda y compleja armonía entre todas ellas. El
alma última de la poesía no pertenece a la literatura, sino a una tierra de
nadie situada entre la literatura y la música. La poesía está en cada sonido
del poema en relación con todos los demás sonidos y en una determinada andadura
de la sintaxis, y ésta es una materia intraducible, pues pertenece
exclusivamente a la lengua de partida y al modo exacto e insustituible en que
aparece en el poema original. El resultado, como decía al principio, puede ser
espléndido, pero no será nunca poesía: será poesía traducida, es decir, otro
género, pues es prácticamente imposible que esa especie de música (que ya es
otra) vuelva a estar indisolublemente unida al sentido, pues no ha nacido con
él.
Y,
entonces, ¿qué pasa con todas esas traducciones que nos han hecho descubrir la
poesía de otras edades y otras lenguas, que nos han acercado, aunque sea
imperfectamente, al corazón de otros poetas y otras culturas? Pues que siguen
siendo imprescindibles, porque, a través de ellas, aunque ya no se las pueda
llamar poesía, sobrevive algo de su superabundancia, de su extraña razón de
ser.
Panamá. Octubre, 2013
Panamá. Octubre, 2013