29 abril 2007

viaje a los mundos de dios

Enrique Andrés Ruiz me ha enviado el manuscrito de “Viaje a los mundos de Dios”, la tercera parte de su Santa Lucía y los bueyes, que pronto verá la luz en Pre-Textos. Son unas páginas deslumbrantes que nos hacen interrogarnos sobre qué era y es el arte, sobre la actitud del artista de antes y del artista contemporáneo, sobre la humildad y la soberbia, sobre el reciente compromiso de la Iglesia con el arte de las vanguardias, sobre lo sagrado, lo sacro y lo eclesiástico, sobre la Ley y la Gracia, sobre lo más pequeño y lo más grande, sobre el sentido de muchas cosas que vemos ahí, instaladas como tristes realidades, cuando no pasan de ser capricho y banalidad. Enrique es de esas pocas personas que saben sentir y, a la vez, encontrar el sentido; que saben ver aún con inocencia y, al mismo tiempo, reflexionar sobre lo que ven. En fin, es de esas poquísimas personas que, además, saben comunicarnos lo que sienten y creen, con la emoción de quienes verdaderamente sienten y creen algo digno de sentirse y de ser creído. En los próximos días comentaré algunos fragmentos de su “Viaje a los mundos de Dios”, porque es un texto que da para mucho y para más. Hoy, les dejo con éste y sus estremecedoras preguntas finales:

Un día, iba yo hacia la catedral de Palencia por una de las traveseras que llevan a ella desde la calle Mayor. Por allí a su vez cruzaban coches y había que esperar, pues, a que el disco diera la licencia del paso. Cuando esperaba, y en los intervalos que dejaban los coches al pasar, vi, inmóvil, seguramente herido o mutilado, sin poder trepar desde la calzada ni a la altura de la acera, que debía hacérsele a él pared de acantilado, a un pajarillo, petirrojo recuerdo que me pareció entonces, o petirrojo, sea como sea, ha calado en el recuerdo donde ahora está. Seguí parado, quieto, hasta que me decidí a pasar, antes de que se abriera la señal verde y deteniendo al último de los coches para hacer alguna cosa en guarda del pájaro. Cuando llegué a él, dio algún salto, saltito, muy corto, muy cansado, digo yo que sacando, probablemente, todas las fuerzas que adentro le quedaban. Así que no costó mucho llevarlo a mejor recaudo, como supuse que sería para su cuerpecillo temblequeante el suelo peatonal. Y allí quedó, defendido por la esquina del umbral de un portalón de la calle. El pórtico de la catedral, el de Santa María, poco después estaba muy oscuro, como suele parecerle a quien se acerca al templo después de atravesar aquella plaza blanca y desnuda que se llama de la Inmaculada, justamente, y como de un blanco de color de hueso abrasado al sol. Claro que el interior estaba más oscuro todavía, pero no lo suficiente para que no pudiese verme, como me vi, detenido en la pura puerta por una mano enorme, inmensa, que me daba el alto desde una altura de respeto, con un gesto que me pareció de incontestable autoridad. Los ojos de aquella Señora me interrogaban; y no tardé ni segundos en darme cuenta de que esa mirada inquisitiva y la mano firme que me apartaba del franco paso, se alzaban ante mí nacidos de una unidad de juicio que no me dejaría avanzar y que me estaba pidiendo razón y examen de algo, de alguna acción, quizá omisión, quizá una tibieza. Para entrar allí, aquel día no era suficiente la franquicia del portón y las arquivoltas. ¿No había estado, aquel gorrión y su suerte, un momento antes en el albur de mis manos? ¿Había hecho yo todo lo que estaba en ellas por la criatura? ¿Había puesto yo en aquel animalillo la misma atención, o siquiera parecida, que la —microscópica, infinitesimal— que debió poner sin duda Juan de Flandes en las pinturas suyas de la Capilla Mayor, en las que recordaba yo haber visto, incluso desde abajo, una brizna de hierba, un insecto con su caparazón y sus patas mínimas, una gota de agua, los escarabajos, los lirios, una florecilla sin nombre y nacida a capricho de aquella tierra, rojiza y flamenca, que servía en las pinturas de suelo a asuntos tan subidos? Y si no había puesto ese cuidado, ¿qué podía ir a hacer allí? Porque… : “¿Que será de todo eso? ¿Te has parado a pensarlo?” Eso es lo que me estaba diciendo la gran figura de la entrada oscura, sin bajar la mano, sin mover la mirada. “¿Has hecho todo lo que estaba en ti porque nada de lo real se perdiera?”. “¿Has ayudado, con suficiente amor, a levantar los muros del gran cielo de la vida y la memoria, aquel en el que todo estará a salvo?”. “¿Has defendido, aquí, lo que es, lo que incluso en el hambre, en el miedo, incluso en la fragilidad y en la enfermedad vive?” (Enrique Andrés Ruiz, Santa Lucía y los bueyes)

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3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Conmovedor relato el que nos dejas de E. Andrés Ruiz; contrición profunda la que provoca ante la casi nada que hacemos, el casi todo que dejamos por hacer. Me ha arrancado de la memoria los últimos versos de aquel soneto de Lope:
"…mañana le abriremos respondía
para lo mismo responder mañana."

29 abril, 2007  
Blogger E. G-Máiquez said...

Tu introducción y el texto de EAR me han encantado. Y no sé si agradecerte esta ansiedad lectora que me ha entrado: ¿ya ha publicado las dos primeras partes? ¿dónde? Y que sigan los comentarios.

30 abril, 2007  
Anonymous Anónimo said...

"Viaje a los mundos de Dios" es la tercera parte de un todo aún inédito ("Santa Lucía y los bueyes"). Se publicará en Pre-Textos, y espero que pronto. Seguirán los comentarios, Enrique.

30 abril, 2007  

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