un petirrojo en la nieve
La poesía, a veces, muy pocas, es mucho más que una sucesión de líneas aburridas, caprichosas o previsibles. A veces, la poesía es mucho más que ingenio. A veces, la poesía es Poesía, algo que no se agota ni en la simple comprensión ni en la simple interpretación. Pocos poetas, entre los muchos que escriben bien en España, son capaces de llevarnos a un territorio que es exclusivo del alma. Del alma, no del yo. Enrique Andrés Ruiz es uno de ellos. Sirva de ejemplo su poema La nevada. Aunque quisiera, aunque lo intentara con todas mis fuerzas, yo no podría escribir algo así. La literatura es cuestión de habilidad, constancia, inteligencia o sabiduría. La Poesía necesita de la Gracia y de un poeta que quiera y sepa devolver multiplicado el don que se le ha concedido.
LA NEVADA
Alma, ven a estrechar para siempre la gracia
de tu mano de virgen con la nieve, tu hermana.
Acude junto a ella y abrázate a esa nada
que se entrega sin huellas al resplandor del día.
Entrégate en la tierra.
Los días resplandecen
y los días se apagan.
Y yo también he visto
que tú, como ellos, vienes henchida de promesas
cuando comienza el día
y que siempre te vuelves cargada de fracasos
cuando el día se acaba.
También hay transparencia:
Que descienda la luz
vertical y te encuentre,
paciente y silenciosa,
como nieve a la espera de unas duras pisadas
o mansa a la mirada del sol, que te desnuda.
Que tu palma vacía,
gemela de la llama
blanca, abierta, sumisa, que la noche ha dejado
tendida sobre el campo,
dé gracias por su don:
por revivir en ella la historia más antigua:
“Era una noche larga.
Larga noche, infinita noche negra, agotada
de los ciegos países
y las sordas ciudades sin ley enaltecidas;
de avenidas injustas flanqueadas por torres
de metal con bengalas y palabras y luz
simulada y estéril:
la luz que no descansa sobre ojos que no duermen.
Aquellos ojos eran siempre los tristes ojos
forasteros, los ojos sucesivos de tristes
desterrados, los ojos donde iba a morir
derramada una patria melodiosa y alegre.
Pero el caso es que el llanto fue escuchado: La noche
se inclinó de rodillas y, con ella, las sombras,
a una voz que decía palabras indudables
que nombraban las cosas:
“La vida es nieve. El tiempo comienza a cada instante...”
Y los jirones últimos de la ceniza inerte
de esa noche se hicieron puro nácar y el cielo
se rasgó y de su vientre descendieron estrellas.
Tras una luz incierta, la sorpresa del mundo
hecho pascua y vacío donde la nieve guarda
la cuna de los días con manos apretadas,
las sábanas primeras donde el recuerdo duerme...”
¿Nadie ha visto en la nieve saltar a un petirrojo?
Es como otra palabra que encarna en el silencio.
Escribe cuatro letras y luego se despide.
Las letras enseguida las deslíe la escarcha.
¿Y esos seres nocturnos, invisibles criaturas,
animales heridos?
Nadie ha visto su paso, pero aquí está la nieve
como un paño obediente que es su voz: su testigo.
Mira el pájaro y ellos, cómo entregan su lumbre;
y cómo el paño blanco, sin mancha, la recibe
retiñendo de fuego:
como si le naciera del fondo de su albura.
Ven, alma y baja ahora tú también la mirada,
sin saber si tu sol es un huésped de lejos
o si crece en tu adentro,
como el rubor que sube del corazón que ama.
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
LA NEVADA
Alma, ven a estrechar para siempre la gracia
de tu mano de virgen con la nieve, tu hermana.
Acude junto a ella y abrázate a esa nada
que se entrega sin huellas al resplandor del día.
Entrégate en la tierra.
Los días resplandecen
y los días se apagan.
Y yo también he visto
que tú, como ellos, vienes henchida de promesas
cuando comienza el día
y que siempre te vuelves cargada de fracasos
cuando el día se acaba.
También hay transparencia:
Que descienda la luz
vertical y te encuentre,
paciente y silenciosa,
como nieve a la espera de unas duras pisadas
o mansa a la mirada del sol, que te desnuda.
Que tu palma vacía,
gemela de la llama
blanca, abierta, sumisa, que la noche ha dejado
tendida sobre el campo,
dé gracias por su don:
por revivir en ella la historia más antigua:
“Era una noche larga.
Larga noche, infinita noche negra, agotada
de los ciegos países
y las sordas ciudades sin ley enaltecidas;
de avenidas injustas flanqueadas por torres
de metal con bengalas y palabras y luz
simulada y estéril:
la luz que no descansa sobre ojos que no duermen.
Aquellos ojos eran siempre los tristes ojos
forasteros, los ojos sucesivos de tristes
desterrados, los ojos donde iba a morir
derramada una patria melodiosa y alegre.
Pero el caso es que el llanto fue escuchado: La noche
se inclinó de rodillas y, con ella, las sombras,
a una voz que decía palabras indudables
que nombraban las cosas:
“La vida es nieve. El tiempo comienza a cada instante...”
Y los jirones últimos de la ceniza inerte
de esa noche se hicieron puro nácar y el cielo
se rasgó y de su vientre descendieron estrellas.
Tras una luz incierta, la sorpresa del mundo
hecho pascua y vacío donde la nieve guarda
la cuna de los días con manos apretadas,
las sábanas primeras donde el recuerdo duerme...”
¿Nadie ha visto en la nieve saltar a un petirrojo?
Es como otra palabra que encarna en el silencio.
Escribe cuatro letras y luego se despide.
Las letras enseguida las deslíe la escarcha.
¿Y esos seres nocturnos, invisibles criaturas,
animales heridos?
Nadie ha visto su paso, pero aquí está la nieve
como un paño obediente que es su voz: su testigo.
Mira el pájaro y ellos, cómo entregan su lumbre;
y cómo el paño blanco, sin mancha, la recibe
retiñendo de fuego:
como si le naciera del fondo de su albura.
Ven, alma y baja ahora tú también la mirada,
sin saber si tu sol es un huésped de lejos
o si crece en tu adentro,
como el rubor que sube del corazón que ama.
ENRIQUE ANDRÉS RUIZ
Etiquetas: enrique andrés ruiz, poesía española
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